España ya tiene un gobierno. A partir de ahora, lo importante pasa a ser el programa que se esbozó en la sesión de investidura y la puesta en práctica, se supone en una marcha frenética, de una amplia batería de medidas, incluso reformas más o menos ambiciosas, que deberían lograr el apoyo de los ciudadanos y, sobre todo, un impacto positivo sobre la sociedad y la economía.
La acción de gobierno puede contenerse comprimida en los programas electorales, aceptando incluso que los acuerdos previos al éxito de una investidura pueden modificarlos. Pero es la acción cotidiana del gobierno, dada la gran capacidad de iniciativa legislativa que tiene aquel en nuestro sistema político, la que le va dando forma en el curso de la legislatura. Esto, sin embargo, no quiere decir que haya que ponerse en modo de “esperar y ver”.
Los principales problemas económicos que tiene España se declinan en dos grandes frentes: el del mercado de trabajo y el productivo. Además, están los dos problemas sociales de más profundo calado económico: la desigualdad y las pensiones. Así como varias “canteras” temáticas como la educación, la transición energética, la vivienda o la despoblación. Y, enmarcando de manera determinante todo lo anterior, por si fuera poco, se encuentra el grave problema catalán.
El mercado de trabajo español es, a la vez, rígido (en ajuste de los salarios) y flexible (en ajuste de las plantillas laborales). La pieza clave que logra semejante “milagro” es la enorme dualidad laboral que todos los gobiernos desde finales del siglo pasado han querido reducir sin conseguirlo. Pero no se acaba con él por decreto, como promulgan los preámbulos de las sucesivas normas que han tratado de combatirla, sino equiparando el coste y condiciones laborales de los trabajadores indefinidos y temporales, para así reducir la temporalidad a su medida funcional para las empresas y para las necesidades de los propios trabajadores. El 90% de los asalariados temporales no desea este tipo de contrato. No cabe esperar que el nuevo gobierno vaya precisamente en esta dirección, sino más bien por la vía de limitar normativamente este tipo de contratación, aunque debería intentarse, sin dudar, una vía intermedia.
El elevado desempleo es estructural en buena medida y no se fundamenta únicamente en la constante contratación y despido de trabajadores temporales. En 2007, la tasa de paro era del 7,95%. Y eso era “pleno empleo”, a la española claro. Hoy, la tasa estructural o de “pleno empleo” debe estar alrededor del 13%, si no más alta. La única forma de reducir dicha tasa de paro de pleno empleo es atacar en tres frentes: ajustar las prestaciones por desempleo de forma que estén muy condicionadas y no desanimen a la búsqueda de empleo y más políticas activas de empleo, introducir más competencia en los mercados de bienes y servicios y adoptar políticas estructurales y esfuerzos en materia de infraestructuras que mejoren el conocimiento, el capital humano y la productividad.
Justamente, en el frente productivo español encontramos alrededor de tres millones de empresas sin, o con menos de 10, asalariados que, en su inmensa mayoría, son poco productivas, muy básicas y apenas insertas en suply chains dignas de tal nombre, no digamos globales. De las restantes empresas, apenas trescientas mil más, no llegan a mil las cotizadas en bolsa e, igualmente, la mayoría son de productividad baja. Es la reducida productividad la que impide tener mejores salarios reales, y no la avaricia de los empleadores, que a veces sí. O tener mejores empleos, por no decir más trabajadores ocupados. Incluso tener mejores empleadores. Estas carencias nos retrotraen al “negociado» educativo y de la formación profesional, en el que el nuevo gobierno podría trabajar por un “pacto de estado”. Amén de abordar políticas de defensa más activa de la competencia, lo que, como se decía antes, incidirá muy favorablemente en la eficacia y eficiencia del mercado de trabajo.
Si abrimos el chantier de los problemas sociales, lo primero que nos estalla es la enorme desigualdad que la larga y dura crisis (2008-2013) ha instalado en la sociedad española. Hablaremos de las pensiones a continuación, pero aquí hay que evocar uno de los peores y más preocupantes síntomas globales de lo que pasa en este relevante ámbito social: las pensiones de los trabajadores que se están jubilando en este momento son, en media, mayores que los salarios de los trabajadores más jóvenes. Las escasas rentas de millones de asalariados y pensionistas necesitan complementos normalizados (no exactamente una Renta Básica), que armonicen las variopintas especies que existen ya en algunas autonomías, lo que debe hacerse de manera muy condicionada y selectiva evaluando cuidadosamente los esquemas aplicados. Aunque puede que el nuevo gobierno prefiera la Renta Básica a un complemento salarial, por otras razones.
Las pensiones, de las que se acaba de hablar en su extremo más relevante para los actuales pensionistas, también requieren de políticas estructurales que, por la naturaleza de los esquemas previsionales en todo el mundo, deben adoptarse hoy para que puedan surtir efectos en el largo plazo. La Seguridad Social española es una de las más generosas del mundo, si tenemos en cuenta lo que devuelve a cada pensionista con relación a lo que este aporta y, para los asalariados, con relación a su último salario. Pero, a medida que la esperanza de vida crece más que la edad de jubilación, se añaden más y más dificultades para poder pagar las pensiones prometidas. Hoy, el déficit del sistema contributivo está cercano a los 20 mil millones de euros y todavía no han asomado los babyboomers.
Otras políticas temáticas, como las de infraestructuras energéticas (renovables y, aunque no es tendencia, nuclear), de cuidados de larga duración (capacidad residencial, centros de día y redes de prestaciones a domicilio), de movilidad (transporte colaborativo, liberalización), agenda digital (digitalización de PYMEs y autónomos, redes 5G, banda ancha en todo el territorio), I+D+i (estímulos y financiación), internacionalización de la empresa (acceso a las grandes plataformas de e-commerce global o generación de plataformas propias -¿una e-com_Spain?), de vivienda (social y fomento general del alquiler) y muchas otras, requerirán recursos, pero sobre todo consensos para generar las regulaciones sectoriales del S. XXI sin prejuicios ideológicos y dando respuesta a las necesidades de la sociedad y los agentes económicos. En este amplio campo es en el que la acción de gobierno se expresa, por ejemplo, cada viernes.
Están muy bien los “viernes sociales”, pero también son necesarios los decretos que liberalicen la economía, que generalicen la colaboración público-privada (transparente y responsable), que limiten la capacidad distorsionadora de los impuestos y la capacidad de desmovilizar a sus beneficiarios de muchos tipos de transferencias. Las medidas que hagan fluir el crédito comercial sin que los retrasos en los pagos lleven a las PYMEs al borde de la quiebra, o que hagan fluir los capitales hacia la expansión de la capacidad productiva y la renovación digital de los negocios. Si esta acción de gobierno, tan necesaria en todo momento, se supedita a criterios ideológicos volcando todo el esfuerzo en la extracción de recursos de los contribuyentes para su mera redistribución, solo profundizaremos el desarreglo estructural que ahora mismo está provocando el elevado desempleo, los bajos salarios reales, la precariedad de los negocios pequeños y la escasa productividad de la economía y la distribución primaria sufriría haciendo necesaria más redistribución insostenible. Todo gobierno entrante suscita dudas, también el que se está estrenando en estos momentos, pero no sería buena política desatender los diversos y complejos equilibrios socioeconómicos para atender solo una parte de ellos, o solo los sociales.
Todo lo anterior, contando con que, en efecto, tras su investidura, el Presidente cuente con un gobierno fuertemente cohesionado para ponerse a trabajar en las urgentes tareas, medidas y reformas, que necesita nuestro país. Es especialmente necesario, que se aprueben rápidamente los presupuestos para 2020. Un nuevo traspiés con esta delicada piedra clave de la acción de gobierno infligiría un coste excesivo a los ciudadanos, la sociedad y la economía en el peor de los contextos económicos vividos en los últimos cinco años.
Si, esperémoslo, se aprueba el presupuesto, el programa de gobierno, diseñado con arreglo a criterios técnicos, sociales y políticos sostenibles, deberá contener un importante capítulo de gastos que podrían sobrepasar ampliamente los diez millardos de euros, a pesar de que muchas medidas de las mencionadas no requieren recursos financieros, sino coraje regulatorio. No estamos cumpliendo los objetivos de déficit y eso nos limita para gastar más. Tampoco cabe esperar que las bases imponibles de impuestos y cotizaciones rindan más si, como consecuencia de la desaceleración que estamos sufriendo, aumenta el desempleo y los estabilizadores automáticos exigen más gasto per se (prestaciones por desempleo) y reducen las bases y progresividad de los impuestos. El margen para recaudar más sin desplumar a la gallina es escaso. Por ello, por muy justificados que parezcan los excepcionales incrementos de tipos o extensiones de bases impositivas o de cotización que habrían de acometerse, ello debe hacerse de manera que afecte (poco) a una (gran) mayoría de contribuyentes sin merma de sus derechos (de pensión, por ejemplo), de manera temporal y sin distorsionar la asignación de recursos en la economía.
José A. Herce. Doctor en Economía. Economista interdisciplinar. Analista de tendencias en materia de longevidad, pensiones, disrupción digital y cambio estructural. Director asociado de Afi y profesor en su Escuela de Finanzas.