Salvador Ruiz Gallud, Socio Director de Equipo Económico.
Los fiscalistas nos encontramos en permanente debate sobre los impuestos que deben exigirse y sobre las posibles modificaciones de las normas tributarias existentes, que sin embargo ya están sujetas a excesivos vaivenes. Son muchos los ajustes necesarios del sistema, algunos en ocasiones bastante evidentes por corresponderse con problemas técnicos, o por infringirse normas o principios reconocidos (como los decretos-leyes no justificados por las razones de “extraordinaria y urgente necesidad” que exige nuestra Constitución); otros cambios son más dependientes de la respetable forma de pensar y de la ideología de cada uno.
Hay figuras históricas muy curiosas que hoy no tendrían sentido. Un ejemplo extremo sería el “quinto real” que la corona exigía a los corsarios -que no piratas‑, reconocidos oficialmente como tales mediante la llamada “patente de corso”, que podían así dedicarse a capturar barcos de países enemigos bajo el amparo del Estado. Una quinta parte del botín apresado debía entregarse a la hacienda del rey, así como las armas incautadas al rival.
Ya en nuestros tiempos, a veces se leen propuestas de cambio tributario disparatadas, que sólo tienen por finalidad llamar la atención de los ciudadanos de buena fe, de la misma forma que los falsos titulares sólo buscan provocar pinchazos en internet. Esas ocurrencias son frecuentes en tiempos de elecciones, y además de la distorsión injustificada del voto que en ocasiones consiguen esos anuncios, muchas veces generan expectativas negativas si existe alguna posibilidad de que se conviertan en realidades.
Por ejemplo, se propuso en las pasadas elecciones autonómicas y locales un nuevo impuesto de un 20% exigible al transmitente de inmuebles en operaciones de flipping, es decir, en operaciones de adquisición, reforma y transmisión de inmuebles en períodos cortos de tiempo; ese 20%, además, se giraría, no sobre el beneficio obtenido por el transmitente, sino sobre el precio de transmisión, liquidándose así un impuesto desorbitado.
Quizá el proponente de esa medida ignora la sobreimposición que soportan en España los propietarios de inmuebles y las operaciones inmobiliarias. Si nos referimos a personas físicas, la tenencia de inmuebles exige pagar el Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI), de carácter municipal, y además el Impuesto sobre el Patrimonio (según la Comunidad Autónoma en que se reside) y, en su caso, el Impuesto de Solidaridad de las Grandes Fortunas; si se trata de un segundo o ulterior inmueble urbano a disposición de su propietario, se tributa además en el IRPF sobre un porcentaje del valor catastral. Pero además, si el inmueble se transmite, el transmitente paga IRPF por la plusvalía que pueda obtener, junto con el Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (municipal), mientras que el adquirente soporta el IVA o el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (al tipo determinado por la Comunidad Autónoma en que se encuentra el inmueble). En definitiva, los inmuebles constituyen oscuro objeto de deseo tributario y todas las Administraciones pescan impuestos en ellos de manera implacable.
En esa misma línea, imagínense que un gobierno quisiera tramitar la ley reguladora de un nuevo impuesto e impulsa para ello una proposición de ley, es decir, una iniciativa legislativa que nace en el Congreso ‑concretamente desde el grupo parlamentario del propio gobierno‑, en lugar de preparar el habitual proyecto de ley. Porque si este último fuera el caso, el texto inicial sería sometido a la opinión pública y a informes de órganos expertos potencialmente críticos, y esos requisitos no se exigen a las proposiciones de ley. Además, imagínense que, para despistar, la proposición de ley inicial no tuviera nada que ver con el impuesto que se quiere crear, sino que se refiriera a otras figuras jurídicas, introduciéndose ese impuesto empaquetado como enmienda en la última prórroga del plazo de enmiendas a la proposición de ley. Añadan que se tratara de un impuesto que debería pactarse entre el Estado y las Comunidades Autónomas (CCAA) porque, siendo estatal, envolviera y gravara supuestos de hecho que ya se encontraran contemplados en un previo impuesto cedido a las CCAA. Con el nuevo impuesto se conseguiría impedir que éstas modularan el impuesto anterior con arreglo a las preferencias de sus ciudadanos, imponiendo el Estado las suyas propias; por supuesto, nada se pactaría con las comunidades.
Como guinda final, piensen que la ley finalmente aprobada se publicara en el BOE el 28 de diciembre de 2022, entrando en vigor al día siguiente, y que el impuesto se devengara (es decir, que naciera la obligación tributaria) por primera vez sólo dos días después, el 31 de diciembre, de manera que los ciudadanos no pudieran organizar sus finanzas con arreglo a la nueva exigencia del Estado.
Lo anterior ocurrió en España efectivamente en 2022. El “nuevo impuesto” es el Impuesto de Solidaridad de las Grandes Fortunas y el impuesto existente con anterioridad es el Impuesto sobre el Patrimonio. Más aún, el nuevo impuesto tiene dos finalidades (según la propia ley), la recaudatoria y la armonizadora de la imposición patrimonial en todo el Estado. Pero, sorprendentemente, se constata que por el devengo de 2022 el tributo sólo recaudó 621 millones de euros (el 0,2% de la recaudación tributaria gestionada por el Estado), mientras que la presunta armonización no alcanzó en ese año ni al País Vasco ni a Navarra, que no aplicaron el tributo.
Queda quizá lo peor, porque nuestro Tribunal Constitucional ha bendecido la nueva figura en cinco sentencias de muy deficiente calidad técnica que resuelven diversos recursos de inconstitucionalidad planteados desde las CCAA.
Son antecedentes que sitúan en España la técnica jurídico-tributaria a un nivel muy bajo. Con aquella bendición, el gobierno central podrá entrometerse en adelante en la vida de los ciudadanos creando tributos sin ningún control, con actualizada “patente de corso” a favor del propio Estado y con evidente influencia negativa sobre las expectativas de los agentes económicos.
En esa línea y si atendemos a las muy relevantes consideraciones económicas, el Impuesto de Solidaridad de las Grandes Fortunas identifica a nuestro país en el ámbito internacional como una jurisdicción de imposición muy elevada, y con ello desincentiva la entrada en España de inversión extranjera, renunciando a crecimiento económico y empleo. Porque hay muy pocos países del mundo que exijan impuestos similares. De hecho, no lo hace ninguno de los Estados Miembros de la Unión Europea.
¿Todo está perdido? No. Hay algún margen para volver a acudir al Tribunal Constitucional. Y la casi unánime reacción en contra de la doctrina tiene que haber llegado a los responsables políticos. Además, podría buscarse el planteamiento de la cuestión ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación con alguno de los aspectos del nuevo impuesto.
En fin, vivimos tiempos de inseguridad jurídica, de la que en el ámbito tributario encontramos constantes ejemplos. Como alguien dijo, no hay nada más seguro que la incertidumbre y de sabios es aceptarlo, aunque, decimos nosotros, sólo hasta cierto punto.