Josep Piqué – Ministro del Gobierno de España (1996-2003)
Hoy ya nadie discute que el centro de gravedad del planeta está en el continente asiático y que estamos en un mundo que muchos denominan post-occidental. Eso no era en absoluto evidente a finales del siglo pasado. El fin de la Guerra Fría y la victoria del bloque occidental a partir de la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 y el colapso de la Unión Soviética a finales de1991, parecían inaugurar una nueva era de predominio occidental, bajo la hegemonía de Estados Unidos y la generalización de sus valores y características sistémicas.
Hablamos de la democracia representativa con división e independencia de poderes, la economía de libre mercado basada en la iniciativa privada, y las sociedades abiertas donde la libertad, la igualdad, el estado de derecho, o las garantías individuales frente a los poderes públicos serían la norma. Y así lo parecía en un primer momento, con la asunción de esos valores en Europa central y oriental, en América Latina, o incluso en los nuevos países que surgen con la desintegración de la Unión Soviética, incluida Rusia. La democracia liberal vivía, globalmente, sus mejores momentos. Hasta el punto de que existía la creencia generalizada de que países como China, con el crecimiento económico, la irrupción de las clases medias y la movilidad internacional, acabarían siendo también ejemplos de esa ola de democratización. Algunos lo llamaron “el Fin de la Historia”, ya que los conflictos tradicionales podrían dirimirse sin el uso abusivo de la fuerza o la ausencia de respeto a los derechos humanos.
Pronto la Historia nos demostró que no había terminado y que el nuevo orden mundial tenía enemigos frontales (lo vimos con trágica crudeza un 11 de septiembre en Estados Unidos) y adversarios muy potentes.
La extraordinaria emergencia de China como superpotencia y su ambición por la hegemonía global a mediados del presente chino es la muestra paradigmática. Pero sin asumir el sistema occidental de valores, como tampoco lo aceptan otras potencias como Rusia, Turquía, Irán o Corea del Norte, además de las repúblicas bolivarianas de América Latina.
Además, en el caso de China, acompañado de un enorme crecimiento económico que ha transformado el país en la mayor economía del mundo, si medimos su PIB en términos de paridad de poder adquisitivo, y lo que es aún más significativo, en una enorme potencia comercial, militar, estratégica (a través de la Franja y la Ruta, es decir, las nuevas rutas de la seda) y, sobre todo, tecnológica.
El peso de China se añade a las potencias económicas y tecnológicas asiáticas ya existentes, como Japón, Corea del Sur, Taiwán, o Singapur, además de Australia y Nueva Zelanda, en el Pacífico, y de algunos países del Sudeste asiático, integrados en ASEAN, como Indonesia, Vietnam, Tailandia, Malasia o Filipinas. Por eso hablamos de un siglo asiático.
Esto llevó a considerar que el centro de gravedad se desplazaba desde el Atlántico hacia el Pacífico. Pero hay que añadir otro fenómeno: el creciente papel, no sin dificultades y obstáculos, del que va a ser dentro de poco el país más poblado del mundo y con altas tasas de crecimiento: India.
Por ello, ha surgido un nuevo concepto geopolítico y geoeconómico: el Indo-Pacífico. Concepto impulsado por Japón e incorporado por Estados Unidos como elemento central de su estrategia global para mantenerse como la gran superpotencia hegemónica a nivel global. Si me permiten una licencia personal, el autor que suscribe hace un cuarto de siglo defendía que el nuevo centro de gravedad del mundo se iba a situar en el estrecho de Malaca: la conjunción de ambos océanos y, probablemente, el lugar más estratégico del planeta, con el mar del Sur de la China en su oriente, y el Índico Oriental, en su occidente. Mucho más ya que el propio Estrecho de Ormuz, el Canal de Suez o el estrecho de Bab-el Mandeb.
Tal movimiento tectónico deja a Europa como periférica y obliga a Estados Unidos a una presencia inequívoca en la zona, para contener el cada vez más agresivo expansionismo chino, que ya no oculta sus intenciones hegemónicas. Eso explica la relación creciente con Japón, Corea, Australia o India y el compromiso explícito de su defensa y seguridad, junto a la de uno de los focos de mayor tensión, incluida la militar, que es la isla de Taiwán. Una incipiente alianza indo-pacífica, que pretende incluir algunos países del sudeste asiático, recelosos de la política china, y que podría acabar teniendo un componente explícito de alianza militar, tal como se constituyó en el Atlántico, entre Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental, con la Alianza Atlántica.
Estados Unidos está en una clara confrontación con China que no es sólo comercial o económica, sino estratégica, en la que el ámbito militar tiene cada vez mayor importancia y en el que el dominio de las nuevas tecnologías digitales cobra una enorme relevancia. El enfrentamiento es ya sistémico y de valores.
Esa es la explicación de la política exterior de la nueva Administración Biden, reforzando esas alianzas en la región, pero también recuperando la virtualidad del vínculo atlántico con Europa, incluido el reforzamiento de la OTAN, para hacer frente a una Rusia cada vez más agresiva y antioccidental. Se trataría de conformar una alianza global de democracias frente a los sistemas autoritarios, basados en capitalismo de Estado y en sociedades controladas por el poder político.
La globalización y la digitalización han hecho mucho más complejas e interdependientes las cadenas de valor globales, pero también nos advierten de claras vulnerabilidades, como se ha visto con la pandemia del Covid-19. Volvemos a la puesta en valor de la autosuficiencia frente a dependencias excesivas de determinados productos o tecnologías. Y a la capacidad endógena de desarrollarlos.
El riesgo de “decoupling” entre un mundo con valores occidentales y otro con valores muy distintos está ahí, aunque la interdependencia sea aún muy grande y, en muchos casos, no necesariamente negativa.
En cualquier caso, la gran pugna va más allá de la economía en sentido estricto y se centra en la tecnología. El dominio de la inteligencia artificial, el blockchain, la nube, el big data o el machine learning va a ser -lo está siendo ya- el auténtico campo de batalla dónde se dirime el futuro. Una batalla que tiene diversos aspectos: grandes corporaciones tecnológicas (ámbito en el que Europa y España poco tenemos que decir ya), esfuerzo en I+D+i y en educación y formación, capacidad regulatoria y normativa (donde Europa sí tiene mucho que aportar), demanda solvente e infraestructuras para el desarrollo de las diferentes generaciones que irán sucediendo al 5G.
La respuesta de Europa (y de España) no puede ser otra que, desde nuestras capacidades, centrarnos en la digitalización de nuestra economía en todos los sectores y en nuestra vida cotidiana. Ese es el gran desafío que tenemos que abordar junto al que se deriva de la lucha contra el cambio climático y la descarbonización inteligente de nuestras economías.
Si sabemos hacerlo, y para ello conformar consensos básicos es imprescindible, Europa y nuestro país, España, podemos jugar un papel relevante en un siglo que, aunque asiático, Occidente tiene aún mucho que decir. El mundo es ya post-occidental, pero nuestro sistema y nuestros valores son imprescindibles para un mundo más libre, abierto, justo y próspero.